Creadas como ayuda idónea del Estado, las gobernaciones padecen los mismos vicios de inoperancia que el gobierno central. Los gobernadores y las juntas departamentales, en la práctica solo sirven para inflar el presupuesto, y la mejor muestra es el abandono en que se encuentran los pueblos del interior.

La ausencia del Estado, especialmente en situaciones de necesidad poblacional como la pobreza y la justicia social, es una herencia nefasta de sucesivos gobiernos nacionales, que han bastardeado sus obligaciones y compromisos con el mismo Estado y con la gente para dedicarse a nutrir la economía familiar con poderes, cargos y prebendas para los parientes y la clientela electoral, entre otros múltiples beneficios y privilegios negados a los “comunes”.

Con el aterrizaje puntual de partidarios de los gobiernos de turno en la función pública, el Estado ha venido incrementando imperativa y abundantemente sus recursos humanos, al punto que hoy día se ha convertido en un gigante con pies de barro que rebosa ineficiencia en todos sus órganos jurisdiccionales, como por ejemplo en el tema de seguridad, donde el crimen organizado ha echado raíces y se consolida aterradoramente, para desgracia de la ciudadanía.

Entre las instituciones fallidas que incrementan significativamente el presupuesto público se encuentran las gobernaciones departamentales, consideradas elefantes blancos que solo sirven como adorno, mientras los poblados sobreviven inmersos en un mar de precariedades.

De acuerdo a datos del censo nacional e informes de organizaciones no gubernamentales, el índice de pobreza alcanza a uno de cada 3 paraguayos que viven especialmente en pueblos y ciudades del interior del país.

Este índice lamentable, que debería avergonzar a nuestras autoridades, es utilizado con fines electorales en cada campaña política, como ocurre estos días con el aterrizaje puntual de gavillas proselitistas en sitios de mucha necesidad, llevando su carga de migajas y abundantes promesas.

Un gobernador gana en promedio G. 17 millones mensuales por hacer nada y figuretear aquí y allá.

Los concejales departamentales no le van en zaga, y son reconocidos como inoperantes consuetudinarios que ante el menor pedido o reclamo de ayuda en el marco de sus obligaciones apelan al remanido argumento de la falta de recursos y un sinfín de pretextos que nadie cree por el nivel de vida principesco que llevan ellos, sus allegados y su clientela política cautiva.

Ninguna gobernación del país se salva de la crítica ciudadana.

Itapúa, por ejemplo, cuenta con una veintena de concejales departamentales, con salarios que superan los G. 9 millones mensuales, a cambio de nada, y el resultado está a la vista, con servicios públicos departamentales deficientes, estructuras viales decadentes y pobreza extendida en los sectores rurales debido al abandono en que se encuentran los pequeños productores.

Con las fortunas tiradas en nombre de las gobernaciones se podría mejorar sustantivamente la calidad de vida de la gente invirtiendo esos millones en infraestructura, servicios y apoyo a la producción.

Sin embargo, los gobiernos departamentales se han convertido en bastiones políticos consolidados, razón por la cual el solo hecho de hacer cálculos de prescindencia motivarían su rechazo contundente de parte del sector político, que le tiene como vaca lechera y referente de peso a la hora de cooptar voluntades electorales.

La descentralización del Estado como fórmula exitosa para el manejo país, recomendada por países serios, no ha prosperado en Paraguay, donde los gobiernos locales constituyen solo una mancha en el presupuesto, pero una oportunidad brillante para crear nuevos ricos y zánganos a costillas de la ciudadanía necesitada.

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