El sorpresivo enroque político partidario que permitió el cínico, pero necesario abrazo entre el presidente Mario Abdo Benítez y el ex presidente Horacio Cartes, genera más expectativa y dudas que esperanza y apuestas por un destino mejor para este maltrecho país.
La paz partidaria pegada con saliva tiene un mal comienzo, desde el momento que, en apariencia, los protagonistas de este espectáculo montado en plena pandemia, solo buscan cargos de poder como trampolines para los anhelados zoquetes en alguna institución o entidad estatal que tenga la virtud de generar recursos.
La Asociación Nacional Republicana (ANR) tiene una larga historia política, y arrastra avatares variopintos donde se articulan en infinita correlación lo malo, lo bueno y lo feo.
Consolidado en el poder supremo del país durante décadas, logró récords poco igualables en algún otro lugar del mundo, e instaló una impronta donde la ciudadanía puede observar, y experimentar, la existencia de dos países: el dominado por un esquema de gobierno ampuloso, soberbio, acaudalado e inmensamente injusto por un lado, y por la otra parte el esquema de vida de los “comunes”, con apuros diarios para conseguir el pan, conservar los puestos de trabajo, clamar porque las autoridades dejen de robar, soñar con una mejor calidad de vida, y tratar de confiar que lo peor va pasar.
Dejando de lado el factor coronavirus -que está bien identificado, aunque muchos aún lo confunden con un enorme fantasma generador de nuevos ricos y nuevos pobres, al mismo tiempo- la pandemia solo llegó para pulir la discriminación histórica con el sector campesino, indígenas y cuentapropistas, y para confirmar que, muy lejos del ideal de patriotismo, honestidad, transparencia, justicia social y reparto equitativo de la riqueza, nuestras autoridades se mantienen alineadas como velas al precepto perverso de mandar para robar.
Casi todos los integrantes del gabinete tienen pendientes sobre sus cabezas denuncias de irregularidades ordenadamente archivadas en el Ministerio Público. Algunos de ellos se manejan con un grado de ejecución presupuestaria lamentable, pero con un nivel de mejoramiento económico harto saludable.
Los ministros, y la larga cadena de autoridades, han interpretado como orden superior, y consumado a placer, la expresión vastamente proclamada de que “la pandemia es una buena ocasión para generar oportunidades”.
Esas “oportunidades” calzaron como anillo al dedo a jerarcas que, despojados de toda humanidad y honras al cargo, desprecian el clamor de la gente con sus acciones y omisiones, en medio de una impunidad igualmente desbordante, patética, vergonzosa.
Ninguna autoridad señalada de robar, aunque cargara sobre sus espaldas toneladas de evidencias, ha sido siquiera apurado por algún extraviado fiscal.
Las cárceles del país están vacías de corruptos, ante lo cual nuestros representantes en el poder aparecen como blancas palomitas.
Cinco largos meses después de desencadenarse la pandemia, el país está del revés, con un presidente que no sabe dónde está parado, y una ciudadanía estupefacta por el rumbo enajenado de los acontecimientos.
Las promesas se multiplican, y las necesidades apuran. Las empresas reman contra corriente y buscan una rama financiera para evitar la asfixia, y los hospitales invierten sus últimos cartuchos de insumos.
El circulante está ausente, y los planes de ayuda social, como “Pytyvô”, se han convertido en pesadillas de una esperanza saludable que se murió en un par de meses.
Tenemos un presidente ausente, lejano, anestesiado, dormido, que aparece como un ogro malo ante la consideración popular.
Pareciera que Marito no se preocupa mucho de nadie ni de nadie, seguro de que “el día después” irá a descansar a su fastuosa mansión de Miami y repartir activos en sus empresas montadas en paraísos fiscales.
Todo puede ser.
Por eso, la alianza con piolita pergeñada entre gallos y medianoche por desgastadas figuras políticas que ambicionan con locura más cargos y poder puede generar fisuras sangrantes y exponer viejas heridas, en una reyerta con final impredecible donde, como siempre, la población pagará las consecuencias.